lunes, 17 de mayo de 2010

Yukio Mishima



Tuve que estudiar, de chica (porque fui guía exploradora argentina), la historia de Juana de Arco, virgen y mártir. La repetí muchas veces, de memoria, en voz alta. Y mucho después descubrí este texto de Mishima, en "Confesiones de una máscara". Lo transcribo:

"Hay otro recuerdo primerizo, referente a un libro con ilustraciones. Aprendí a leer y a escribir a los cinco años, y todavía no pude leer el texto de aquel libro, por lo que ese recuerdo seguramente se remonta también a mis cuatro años.

En aquel entonces tenía varios libros con ilustraciones, pero me encapriché, total y exclusivamente, por aquel libro y solo por aquel, y además a causa de una sola reveladora ilustración. Podía pasar tardes enteras, tardes aburridas, dedicado a contemplar aquella ilustración y a soñar, pero si alguien se acercaba al lugar en que yo me encontraba, me sentía culpable sin razón alguna y me apresuraba a pasar la pagina. La vigilancia de una enfermera o de una niñera me resultaba insoportable. Ansiaba gozar de una vida en la que pudiera contemplar aquella ilustración todo el día. Cuando abría el libro por aquella página, el corazón me latía más de prisa. Las restantes páginas nada significaban para mí.

La ilustración mostraba a un caballero en blanco corcel y con la espada en alto. El caballo, dilatados los ollares, golpeaba el suelo con sus poderosas patas delanteras. En la armadura del caballero había un hermoso escudo de armas. El caballero, de bello rostro, miraba por la celada y blandía la temible espada, recortada contra el cielo azul, enfrentándose con la Muerte o, por lo menos, con un objeto que le atacaba rebosante de maligno poderío. Estaba yo convencido de que aquel caballero moriría en el instante siguiente. Si volvía la página, le vería sin la menor duda en el instante de morir.

Antes de que se adquirieran los conocimientos precisos, no cabe duda alguna de que existe un recurso en cuyos méritos las ilustraciones de un libro pueden ser transformadas en lo que serán “en el instante siguiente”.

Pero un día mi institutriz abrió aquel libro precisamente por aquella página. Y, mientras yo dirigía una rápida mirada de soslayo a la ilustración, dijo:

— ¿Sabe el señorito la historia de este cuadro?
— No, no la sé.
— Parece un hombre, pero es una mujer. De veras. Se llama Juana de Arco. La historia dice que fue a la guerra vestida de hombre, y que así sirvió a su patria.
— ¿Una mujer?
— Me quedé de una pieza. La persona que yo creía era él, resultó ser ella. Si aquel hermoso caballero era una mujer, ¿no quedaba todo reducido a la nada? Incluso ahora siento repugnancia, profundamente arraigada y de difícil explicación, por las mujeres vestidas de hombres). Esa fue la primera “venganza de la realidad” que la vida me deparó, y me pareció una cruel venganza, que se cebaba de modo principal en las fantasías que acariciaba referentes a la muerte del caballero, de él. A partir de aquel día hice caso omiso del libro. Ni siquiera lo cogí. Años después descubriría la glorificación de la muerte de un bello varón en una poesía de Oscar Wilde:
Fair is the knight who lieth slain
A mid the rush and reed...*"
(*bello era el caballero que yacía muerto entre las canas y los juncos)

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