jueves, 1 de marzo de 2012

Entrevista en EL LITORAL de Santa Fe

Santa Fe Martes 28 de febrero de 2012

Entrevista a Mariana Docampo
En un tiempo de cambios, confuso y desarraigado.

Mariana Docampo (Buenos Aires, 1973) es autora de “Al borde del tapiz” (Simurg, 2001), “El molino” (Bajo la luna, 2007) y del recientemente publicado libro de cuentos “La fe” (Bajo la luna, 2011).

De la Redacción de El Litoral
—El Molino, tu libro anterior, es una novela de una lírica quizás signada por el paisaje algo bucólico y la memoria de la infancia. Esa poética cambia radicalmente en La fe, volumen compuesto por relatos duros, con personajes insatisfechos y dramáticos poblando un espacio de silencio y “corazones enfriados”. ¿Cómo se dio este cambio?
—Pienso que La fe está íntimamente ligada a El molino, casi te diría que, en uno de sus niveles, es una continuación. Me refiero puntualmente a las experimentaciones con el narrador que trabajo en ambos libros. En ese sentido, la narradora (adulta) de El Molino, claramente identificable, y que incluso se narra a sí misma desde afuera en el momento de la escritura, vaciada de toda interioridad, podría ser un narrador más de La fe, tan dramático o insatisfecho como ellos, y poblando los mismos espacios de silencio, si dejara por un instante de contar la historia que cuenta y desplazara su atención a su entorno inmediato. En la tensión, o incluso distancia irreparable, entre ese presente desolado de la narradora y el espacio idealizado de la infancia que ella misma crea, reside para mí el tono melancólico y lírico de la novela, que difiere del tono dramático de La fe.
Creo yo que la diferencia formal (o estética) entre ambos libros es una consecuencia de haber extremado la experiencia subjetiva de los narradores. Busqué ubicar, esta vez, los personajes en su relación directa con la época que les tocó vivir y en donde ya se han quebrado todos los pilares del pasado.
En La fe, los personajes han sido expulsados hace tiempo del territorio infantil (ya perdido para siempre), y se abren a la angustia existencial de la época actual, cuyas coordenadas son completamente otras, y las narraciones que le dan cuerpo distintas, nuevas, y por lo tanto en gran medida aterradoras. No hay un dios reconocible, no hay padre ni ley única y coherente, las identidades son mutantes, las estructuras políticas están en crisis, la institución familiar trastocada, el orden de la naturaleza subvertido, el acceso al conocimiento transformado, y por sobre todas las cosas, hay una crisis de cierta forma de concebir el relato, y por lo tanto, lo real. Por eso, quise lograr que varios de los cuentos de La fe funcionaran casi como maquinarias lingüísticas escindidas del referente; pienso, por ejemplo, en el cuento “La pileta”.
—Las plantas, los animales, los objetos, los astros, tienen una presencia particular en el libro; formas y presencias de un cosmos desintegrado en la conciencia portante de los relatos. Una desintegración que de alguna manera se corresponde con el miedo a la muerte, y también con una época y una cultura sacudida por un tembladeral. ¿Cómo nacieron los personajes que pueblan ese universo y La fe?
—Creo que estamos atravesando una época de tránsito hacia un nuevo ordenamiento. Es una época en la que nuevas formas de circulación de la información y modos del pensamiento irrumpen al mismo tiempo que se desarrollan nuevas maneras de tráfico y organización social. Pienso que si bien el cambio se desarrolla velozmente, todavía no terminó de instalarse.
Por otro lado, estamos en un tiempo signado por discursos políticos, mediáticos y técnicos en constante pugna y cuyas contradicciones ponen en evidencia la imposibilidad de pensar “lo real” como una entidad objetiva, separada del discurso mismo. Hay una transformación de raíz en muchos planos. Y por eso me parece que abismarse en las maneras de pensar o decir, incluso de contar, puede ser un ejercicio válido para no quedar atrapados en el entramado.
En este sentido, los personajes principales de La fe, son para mí los narradores. En su decir estriba su importancia y singularidad, y también de su decir depende el devenir argumental de cada relato. Por momentos, este decir los excede y el discurso es interceptado por voces ajenas, o incluso voces-máquina. Busqué que cada personaje relatara desde una extrema subjetividad, desde su propio borde, y al mismo tiempo, en algunos casos, que se presentara a sí mismo como un narrador objetivo, incluso “omnisciente”. Llamo “personajes” a los narradores de “La Raíz”, “El arte o la Cultura”, “La soledad” o “La Pileta”, incluso si éstos se presentan como un puro discurso, sin otro cuerpo identificable que el textual. Busqué extremar mi experiencia psíquica en el momento de la escritura para poder acceder a zonas que, de haberme mantenido en un modo de narrar tradicional, no hubiera podido explorar. Quise que tanto la razón como la emoción dejaran de ser motores de organización de los relatos. Me interesaba, en cambio, que éstos fueran desarrollándose por la propia lógica discursiva. Aunque en “La Pampa”, por ejemplo, no me interesó trabajar estos asuntos sino el tema de la identidad, tampoco en “El amor”, donde, simplemente, di vueltas alrededor de la emoción amorosa, rondándola, casi como un intento de no perderla. En este punto, este relato, es más cercano a El
—Hay en estos cuentos (el título del libro y del cuento homónimo ya lo señalan) una apelación si no a lo religioso, al menos a lo espiritual. Sin embargo se trata de una espiritualidad en la peor crisis, que puede resbalar hacia la tontería y la frivolidad tanto como hacia la locura. Como el personaje del último breve cuento del volumen, un bañista que se echa al sol y muere, son personajes que buscan la luz y se suman en ella, o se queman en el hielo de su ausencia. ¿Cómo te toca este tema que suele ser relegado a la indiferencia o sepultado como tema tabú?
—Lo “religioso” es un tema muy importante en mi vida. Me crié en una familia católica, con sistemas de creencias muy rígidos pero al mismo tiempo, con grandes contradicciones que han sido, justamente, las que me llevaron a querer reflexionar, a interesarme por las fisuras de los discursos, sus grietas. Por supuesto, para alguien que se educó en la creencia de un Dios todopoderoso, omnisciente y eterno, y una vida post mortem identificable y con lugar y tiempo estipulados de antemano, la perspectiva de la caída de lo “uno” en el plano político, religioso, filosófico, familiar y social es algo muy doloroso, y por momentos, puede presentarse como un riesgo psíquico.