jueves, 1 de abril de 2010
El Molino. Texto de presentación. Por Teresa Arijón
Los ominosos traslados de una sagrada familia
Por Teresa Arijón, Diciembre 2007
El molino, de Mariana Docampo, parece tener su origen en “una anomalía del destino” — que la autora no juzga y sólo se limita a enunciar y presentar. Como dijera Pasolini de Moravia en Descripciones de descripciones — su sola intervención es una “delicadeza impersonal que consiste en transferir, sin que el lector lo note, esa anomalía del destino y sus consecuencias a otro orden expresivo: simbólico o metafórico”.
Mariana inicia su novela con un ábrete sésamo, la consabida artimaña que algunos llamamos epígrafe y que en este caso dirige la lectura como una flecha, pero de rumbo incierto — una cita bíblica que reza: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto.
Y de inmediato irrumpe el texto — parco, desadjetivado: Papá volvía de noche. Llegaba después de que nosotros nos dormíamos. Y se iba horas antes de que despertáramos. Yo no lo conocía.
Y así se inicia ese traslado ominoso del que hablaba Pasolini: transformar en metáfora la vida cotidiana de una familia numerosa, católica, amiga del cura párroco, sacrificadora de gatitos por horror a las castraciones, que configura el pesebre viviente en las Navidades y se cree, qué duda cabe, un alter ego de la sagrada familia por derecho propio, por estar sentada a la diestra del padre. Pero el padre — que es visto y enunciado como imagen y semejanza del buen Dios de larga barba — es también un padrecito Stalin, un fanático que agita los brazos con vehemencia y conduce a sus hijos y a su mujer hacia el peligro: que él llama aventura.
Todo pasado por los ojos de una nena, Juana, ni muy chica ni muy grande. La familia de Juana —sagrada por vocación, no por mandato divino, y he aquí la anomalía del destino — no huye a Egipto a lomo de burro: se interna en un auto grande y destartalado en los llanos de la provincia de Buenos Aires y en otras tierras inestables y argentinas que siempre parecen amenazarla con sus criaturas: el chancho salvaje que acecha en el fondo del pantano, los urúes traidos de Africa en el siglo xvii por los españoles, algún cuero de animal muerto que imprevistamente podría animarse, huesos pelados por los caranchos que de noche encarnan la luz mala.
¿O la amenaza está, más bien, en la voz del padre? Porque esas criaturas de la maravilla jamás se hacen presentes: sólo son nombradas por ese padre que habla solo, canta, salmodia, esclarece a los ignaros, ríe como un loco, le pega cinturonazos al aire, predica — y todo a campo abierto. Y siempre con inminencia de tormenta — el castigo del cielo.
Y la madre prolífica, abnegada con su séquito de hijos y la cría prendida al pecho, en brazos o tironeándole de la falda. La madre que cumple rigurosamente su papel de paridora y su función mediadora pero siempre parece un poco distraída, en un precioso estar en otra parte. Y los hijos en fila india, obedientes y curiosos: un ejército de siemprelistos con su arsenal de juguetes medio rotos. Una imagen, diríase que habitual, de una clase empobrecida desde su gestación.
Y el ritual, en este contexto pagano, de la gallina descuartizada como contrapunto al ritual sacralizado de la misa católica. Y el gato negro que siempre cruza la escena, con la cadencia del mal agüero. Todo es escandido aquí, escanciado: la lluvia, el muñeco manco semienterrado que asoma sus ominosos atributos plásticos, las pisadas de una nena entre las flores, el cruce de un charco de agua sucia para conocer por fin al padre, la luz de una linterna, el molino de aspas inútiles al que se llega y no se llega, el árbol del ahorcado, la infancia como locus de una inocencia siniestra.
Y los exterminios, las ubicuas matanzas de lo que Theodore Roethke llamaba “criaturas indefensas, inermes, desamparadas”: una gata muerta de un balazo por mano anónima, gatitos recién nacidos abandonados por la familia de Juana en las vías del tren para alimento de las jaurías, una mujer que mata a su hija de dos años volcándole encima una olla de agua hirviendo, más gatitos arrojados de patitas temblorosas a un cruce de ruta plagado de camiones, una babosa ahogada en sal, un sapo aplastado, un pescado que boquea, los gatos grandes descendientes de la vieja gata paridora tradicionalmente envenenados en el instituto Pasteur, el perro rabioso —Dokán— que mordió al padre antes de morir con las fauces llenas de espuma.
De todas las criaturas sacrificadas se dice — por suerte no sufrió, no se dio cuenta, esa muerte no duele, cosas así.
Pero, siguiendo la anomalía del destino, un animal escapa — por su misma naturaleza — a la matanza generalizada: la rata gorda y negra que mordisquea el pollo de la fiesta de Navidad. Una escena que paraliza por lo oscuramente verosímil, por la violencia de las asociaciones: cuando la madre abre la puerta del horno, todos los comensales ven a la rata relamiéndose en la asadera, menos dos de las chicas. Todos miran para abajo, la rata huye, y la madre les sirve el pollo a las chicas. Que lo comen riéndose un poco, porque se dan cuenta de que algo raro pasa, pero no saben bien qué. Y el padre que se burla y las alienta a comer un alimento inmundo. Y ese es el tono de El molino: el de un sarcasmo pausado, pasmado, que cae por su propio peso. No se trata de una truculencia buscada o cultivada, sino de impecable observación de los hechos con fogonazos de humor negro. Como si Mariana hubiera capturado con una cámara fotográfica muy antigua la verdadera entidad de esa familia — que es un secreto a voces.
Y concluye el traslado — es decir la novela familiar — con otra cita: “No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”.
La imposición de la palabra bíblica como una imposición de manos — ¿hacia la sanación? ¿hacia la salvación?
La sanación —liberanos a malo, líbranos del mal— sería acaso alguna forma de libertad: por ejemplo la escritura para el personaje ya adulto de Juana.
La salvación... ¡ah! En la metafísica cristiana, eso siempre depende del Padre.
Y en esta ficción el padre sofoca, a mansalva.
Por Teresa Arijón, Diciembre 2007
El molino, de Mariana Docampo, parece tener su origen en “una anomalía del destino” — que la autora no juzga y sólo se limita a enunciar y presentar. Como dijera Pasolini de Moravia en Descripciones de descripciones — su sola intervención es una “delicadeza impersonal que consiste en transferir, sin que el lector lo note, esa anomalía del destino y sus consecuencias a otro orden expresivo: simbólico o metafórico”.
Mariana inicia su novela con un ábrete sésamo, la consabida artimaña que algunos llamamos epígrafe y que en este caso dirige la lectura como una flecha, pero de rumbo incierto — una cita bíblica que reza: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto.
Y de inmediato irrumpe el texto — parco, desadjetivado: Papá volvía de noche. Llegaba después de que nosotros nos dormíamos. Y se iba horas antes de que despertáramos. Yo no lo conocía.
Y así se inicia ese traslado ominoso del que hablaba Pasolini: transformar en metáfora la vida cotidiana de una familia numerosa, católica, amiga del cura párroco, sacrificadora de gatitos por horror a las castraciones, que configura el pesebre viviente en las Navidades y se cree, qué duda cabe, un alter ego de la sagrada familia por derecho propio, por estar sentada a la diestra del padre. Pero el padre — que es visto y enunciado como imagen y semejanza del buen Dios de larga barba — es también un padrecito Stalin, un fanático que agita los brazos con vehemencia y conduce a sus hijos y a su mujer hacia el peligro: que él llama aventura.
Todo pasado por los ojos de una nena, Juana, ni muy chica ni muy grande. La familia de Juana —sagrada por vocación, no por mandato divino, y he aquí la anomalía del destino — no huye a Egipto a lomo de burro: se interna en un auto grande y destartalado en los llanos de la provincia de Buenos Aires y en otras tierras inestables y argentinas que siempre parecen amenazarla con sus criaturas: el chancho salvaje que acecha en el fondo del pantano, los urúes traidos de Africa en el siglo xvii por los españoles, algún cuero de animal muerto que imprevistamente podría animarse, huesos pelados por los caranchos que de noche encarnan la luz mala.
¿O la amenaza está, más bien, en la voz del padre? Porque esas criaturas de la maravilla jamás se hacen presentes: sólo son nombradas por ese padre que habla solo, canta, salmodia, esclarece a los ignaros, ríe como un loco, le pega cinturonazos al aire, predica — y todo a campo abierto. Y siempre con inminencia de tormenta — el castigo del cielo.
Y la madre prolífica, abnegada con su séquito de hijos y la cría prendida al pecho, en brazos o tironeándole de la falda. La madre que cumple rigurosamente su papel de paridora y su función mediadora pero siempre parece un poco distraída, en un precioso estar en otra parte. Y los hijos en fila india, obedientes y curiosos: un ejército de siemprelistos con su arsenal de juguetes medio rotos. Una imagen, diríase que habitual, de una clase empobrecida desde su gestación.
Y el ritual, en este contexto pagano, de la gallina descuartizada como contrapunto al ritual sacralizado de la misa católica. Y el gato negro que siempre cruza la escena, con la cadencia del mal agüero. Todo es escandido aquí, escanciado: la lluvia, el muñeco manco semienterrado que asoma sus ominosos atributos plásticos, las pisadas de una nena entre las flores, el cruce de un charco de agua sucia para conocer por fin al padre, la luz de una linterna, el molino de aspas inútiles al que se llega y no se llega, el árbol del ahorcado, la infancia como locus de una inocencia siniestra.
Y los exterminios, las ubicuas matanzas de lo que Theodore Roethke llamaba “criaturas indefensas, inermes, desamparadas”: una gata muerta de un balazo por mano anónima, gatitos recién nacidos abandonados por la familia de Juana en las vías del tren para alimento de las jaurías, una mujer que mata a su hija de dos años volcándole encima una olla de agua hirviendo, más gatitos arrojados de patitas temblorosas a un cruce de ruta plagado de camiones, una babosa ahogada en sal, un sapo aplastado, un pescado que boquea, los gatos grandes descendientes de la vieja gata paridora tradicionalmente envenenados en el instituto Pasteur, el perro rabioso —Dokán— que mordió al padre antes de morir con las fauces llenas de espuma.
De todas las criaturas sacrificadas se dice — por suerte no sufrió, no se dio cuenta, esa muerte no duele, cosas así.
Pero, siguiendo la anomalía del destino, un animal escapa — por su misma naturaleza — a la matanza generalizada: la rata gorda y negra que mordisquea el pollo de la fiesta de Navidad. Una escena que paraliza por lo oscuramente verosímil, por la violencia de las asociaciones: cuando la madre abre la puerta del horno, todos los comensales ven a la rata relamiéndose en la asadera, menos dos de las chicas. Todos miran para abajo, la rata huye, y la madre les sirve el pollo a las chicas. Que lo comen riéndose un poco, porque se dan cuenta de que algo raro pasa, pero no saben bien qué. Y el padre que se burla y las alienta a comer un alimento inmundo. Y ese es el tono de El molino: el de un sarcasmo pausado, pasmado, que cae por su propio peso. No se trata de una truculencia buscada o cultivada, sino de impecable observación de los hechos con fogonazos de humor negro. Como si Mariana hubiera capturado con una cámara fotográfica muy antigua la verdadera entidad de esa familia — que es un secreto a voces.
Y concluye el traslado — es decir la novela familiar — con otra cita: “No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”.
La imposición de la palabra bíblica como una imposición de manos — ¿hacia la sanación? ¿hacia la salvación?
La sanación —liberanos a malo, líbranos del mal— sería acaso alguna forma de libertad: por ejemplo la escritura para el personaje ya adulto de Juana.
La salvación... ¡ah! En la metafísica cristiana, eso siempre depende del Padre.
Y en esta ficción el padre sofoca, a mansalva.
Publicado por
Mariana Docampo
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El Molino,
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Mujer, quiero comprar tu libro "El Molino". Sabés adónde puedo conseguirlo? Gracias y un beso. Karina
ResponderEliminarHola, Karina,
ResponderEliminarEn principio debería estar en cualquier librería de Buenos Aires.. De todos modos, donde seguro lo tienen es en Fedro, Carlos Calvo 578, San Telmo. Un beso. Si lo leés, después contame.
Gracias Mariana por la info y por la sutileza de incorporar "donde" en tu respuesta para marcar el error de mi "adónde"...jaja. Claro, lo voy a leer y después te cuento. Un beso grande.Karina
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